Cuando uno quiere un lugar tanto como a la vida, porque el lugar te llena de dicha, te da paz y sosiego, es triste verlo morir, verlo desvanecerse. Se le comprime a uno el corazón.
Esto es lo que siento cuando llego a Ollantaytambo, al Ollantaytambo de hoy. A la ciudad Inca donde algún día el Pinkylluna me acogió y cobijo a sus faldas. Época donde la modernidad tenía un rico sabor a desarrollo. Cuando el alcalde aún tenía la valentía de amarrarse a los rieles del tren como protesta al turismo no sostenible. De poco servía, pero le daba al lugar un aroma a conciencia. Hoy desgraciadamente el progreso de Ollantaytambo se les fue de las manos a los propios ollantinos.
Las cosas se vieron venir de manera vertiginosa. Nunca podré sacarme de la cabeza el día que volví directo a las sopas de doña Zoila. Que sopas tan ricas, con moraya, muña, olluquitos y todo lo que la pachamama da por allá. Por su menú la gente se amontonaba en su local y yo me tomaba dos, tres sopas y era feliz. Hasta que la casa azul se vio media desierta, pero el motivo parecía justificarlo. Zoila se había mudado a la plaza. Pero no a progresar, sino para hacer lo mismo que todos los demás hacían, pensando de esa manera atraer turistas. Así me encontré a Zoila, parada en la puerta de un local vacío, ofreciendo omelet, panquek, juice, coffe. En mi siguiente visita Zoila había quebrado y con ella se fueron las mejores sopas de mi vida.
De la misma manera vi desaparecer la vida pueblerina, su tranquilidad, el silencio ollantino, el omnipresente sonido del correr del agua. La población se aloco y se volcó al turismo de la manera menos sostenible; perdió parte de su identidad, de su cultura, de su mística, y se convirtió en un pueblo de transito, en algo mejor que Aguas Calientes donde cientos de turistas pasan, consumen y se van. Ahora entre caras desconocidas se pierde la tía con su balde de cinco pisos de gelatina, flan y torta, al igual que al Hermano Juan con sus galletas. Las casas no están abiertas como antes, uno no puede pasar a saludar, tampoco se puede ir a escuchar a los mayores a sus hogares, donde aún conservan los cráneos de sus antepasados como ofrendas. Toda esta intimidad se acabo, ahora hay policía motorizada, serenazgo. Hasta es evidente que ha llegado la Sunat. Que ha clausurado todo. En Ollantaytambo donde a veces los ancianos fallecidos tenían que esperar para que primero se les creara una identificación, quizás hasta un DNI, porque no los podían registrar como occisos si todavía no figuraban como nacidos.
Ay mi Ollantaytambo querido, como estas cambiando, y que sabor tan raro traes. Un sabor a polución, a comercio, a inseguridad. Una perdida de cultura, una señal de que el único pueblo inca viviente está por sucumbir. Esperemos que sus pobladores y dirigentes aún tengan tiempo de tomar conciencia, de darse cuenta de la realidad que enfrentan y hacia donde se dirigen.
Beatrice Velarde
Septiembre 2008
Septiembre 2008
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