Por Julio César Chalco Fernández
Un olvidado día mi padre y yo hicimos un pacto secreto en la imposible sala de la casa donde vivíamos en alquiler, allá en la Sicuani de inicios de los 80. Yo no tocaría el minicomponente donde el escuchaba la voz de aquella misteriosa mujer que le estremecía con su canto y él me compraría mi primera cinta de Los Enanitos Verdes.
El pacto estaba hecho y ninguno de los dos estaba dispuesto a romperlo. A papá no le interesaba ese grupillo de hippies desaliñados que cantaban como gringos, y a mí me perturbaba el alma el repique ensordecedor de aquel caldo de guitarras y voces que aullaban entre quechua y castellano. Él que era el dueño del mini escucharía todo lo que quisiese la voz de la misteriosa mujer y yo aprovecharía las tardes libres para cantar al ritmo del extraño de pelo largo de mi hipotética cinta. Al menos así debía cumplirse el pacto: el no cumplió y en venganza compré en secreto la cinta añorada.
Tiempo después papá se dejó arrastrar por su borrachera crónica y esta se lo llevó una mañana de carnaval. Semanas después de que lo enterraron me enfrenté con su bíblica colección de vinilos y cintas que fui devorando con la única intención de encontrar retazos de él que quedaron desperdigados en aquella música que no me atraía. Un día me acordé de la mujer de la voz misteriosa que hipnotizaba a papá y destripé todos los posibles cajones donde él hubiese escondido su cinta favorita. Quería encontrar en esa música a papá y cobrarle todas las promesas atrasadas y olvidadas que no había cumplido. En esa empresa escuché hasta el cansancio a Los Errantes de Chuquibanba, el Trío Imperio, Martina Portocarrero, Los Campesinos, Flor Pucarina la voz imponente del Picaflor de los Andes, Juanita del Rosal, Pastorita Huaracina y hasta a Condemayta de Acomayo pero no pude lograr mi cometido.
Un día, derrotado en mi búsqueda, pregunté a mamá sobre el destino de aquella cinta.
– La arrojé a la basura, porque ya no servía- dijo e imperturbable continuó haciendo bollos de nabo para el almuerzo de aquel día.
– Por lo menos dime el nombre de la cantante- insistí. Mamá alzó la cabeza y me miró fijamente con aquellos ojos tiernos que incluso ahora, me hacen sentir niño. Y como si fuese el momento de darme la revelación familiar de un secreto guardado desde siempre dijo – se llama Sonia Yasmina - y se aprestó a darle más aire a la pequeña cocina de kerosene. Desde aquella vez no volvimos a hablar sobre el asunto.
Compré en secreto aquella cinta con los ahorros de mi vida, allá en la antigua discoteca cercana a la plaza de armas y la empecé a escuchar como un demon lover todas las noches con la esperanza hallar alguna melodía que me trajese de vuelta a papá. No volví a reencontrarme con papá, pero desde aquella lejana vez no dejo de escuchar la voz inusual de la gran diva de la música cuzqueña. De aquella cinta aun conservaba la tapa de cartón donde se podía observar la imagen de una mujer sonriente, de largo cabello azabache y vestido de rosa. En el título se podía leer con letras rojas “Vuelve”. Escucho desde siempre a Sonia y mediante ella he logrado escuchar toda la música que, por lo menos, la región Cusco le ha dado al Perú.
La música es algo que sucede dentro de nosotros mientras hacemos otras cosas, crece dentro de nosotros hasta que emerge y se hace presente de manera inevitable en nosotros. Esto mismo me ha sucedido con Sonia. Escucharla significo la llave desencadenante que me hizo inundar de la música de papá, mamá y la abuela Pepa. Basta escuchar una sola de cualquiera de sus canciones para que el corazón se me inflame y sienta que la música es sangre y latido dentro del corazón en referencia a nuestro Luis Nieto.
Hace unos años me enteré que el INC Cusco la había declarado Patrimonio de la Cultura Viva 2007 y como que su imagen lamentable y decadente, y su alcoholismo crónico se quedaban del lado y volvía nuevamente por los fueros para alegría de los que la admiramos. Incluso en aquel año grabó algunos videos de gran calidad que están desperdigados en la marea electrónica del youtube, pero su aparente mejoría solo fue un haz de medio día. La última vez que la vi fue un una presentación que se hizo en las puertas del Colegio Nacional de Ciencias el año 2008. Su imagen imponente y lamentable a la vez, me conectó ineludiblemente con la década de los 80 y me hizo ver a papá danzando con sus pies descalzos sobre el entablado del segundo piso de nuestra casa del final de la ciudad, con el minicomponente en el hombro y la voz de Sonia Yasmina en sus orejas cantando “Ojos azules” del maestro Manuel Casazola. En aquella presentación nadie quiso reconocerla, nadie se dio por enterado. Todavía se me queda la imagen del arpista que huyó avergonzado entre la multitud que no imaginaba quien era realmente aquella mujer.
Ahora, cada vez que vuelvo a Sicuani, busco en el panteón de San Felipe la morada de papá y ambos escuchamos por el MP3 a nuestra adorada Sonia Yasmina. Seguramente al recorrer las carpetas del artilugio papá se topa también con la música de mis Enanitos Verdes, pero ya no puede fruncir el seño. El artilugio es mío y un pacto es un pacto.
Barcelona 15 de junio de 2010.
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